Thursday, April 30, 2009


No hay proyectos desligados de la acción. Hay, por su puesto, muchas anticipaciones de sucesos futuros, como las ensoñaciones, los deseos o los planes abstractos, que son sólo, en el mejor de los casos, anteproyectos que se convertirán en proyectos cuando hayan sido aceptados y promulgados como programas vigentes. El proyecto es una acción a punto de ser emprendida, una bala en la recámara de una pistola amartillada. Una posibilidad columbrada no es proyecto hasta que se le añade una orden de marcha, aunque sea diferida. Los planos de un edificio no son proyectos: son sólo planes con los que realizar un proyecto cuando lo adoptemos. El proyecto va a activar, motivar o dirigir la acción.

Una vez que le entregamos el control, el proyecto reorganiza toda la conducta. Es una ocurrencia que dirige la producción de ocurrencias. Y esto nos permite acceder a una libertad creadora. Crear es someter las operaciones mentales a un proyecto creador, es decir, al que amplía las expectativas del deseo de un modo nuevo y valioso. Gracias a la inteligencia, el deseo se comporta consigo mismo como lo hacía el barón de Münchhausen, que se sacó a sí mismo y a su caballo del pantano tirándose hacia arriba de la cabellera.

La libertad no es la posibilidad de hacer blanco o negro por un acto gratuito, por pura espontaneidad y sin antecedentes. No es poderme jugar a la ruleta rusa el suicídarme o sobrevivir. Eso es una estupidez, y la libertad, para ser valiosa, debe ser inteligente. La esencia de la libertad consiste en elaborar proyectos, elegir el mejor, y movilizar todas las energías personales para poder realizarlo. Para hacerlo inteligentemente necesitamos saber cómo detectar «el proyecto mejor», y cómo aprovechar la energía de nuestros deseos, si van en esa misma dirección.

¿Y si van en dirección opuesta? ¿Y si quiero construir pero mi deseo me impulsa a destruir? Elegir es determinar qué proyecto va a dirigir mi acción. Pero ¿de dónde puedo sacar la fuerza para elegir en contra de mis deseos? Ya lo he dicho, pero no me importa repetirme: la libertad es el deseo que se vence a sí mismo. Spinoza decía que sólo la energía de un deseo podría limitar otro deseo. Eso funciona en muchos casos. ¿Por qué reprimo mi deseo de robar una motocicleta? Porque es más fuerte el deseo de no meterme en complicaciones o de actuar bien.

Pero la astucia de la inteligencia es más asombrosa aún. Desea controlar el propio comportamiento, desea ser libre, pero sabe hasta qué punto el mero juego de un deseo contra otro no le asegura la libertad, que no es cualquier tipo de elección, sino la elección inteligente. No ignora que puede triunfar el deseo más torpe. Por eso, como una gran tecnología del yo inventada por la racionalidad social, por la inteligencia compartida poseemos un mecanismo que no se basa en la energía del deseo, sino en la firmeza de un hábito contraído, de un automatismo que impone atenerse a un proyecta o a una norma. La voluntad es el hábito firme de seguir el proyecto justificado por la inteligencia.

En el fondo, como señaló hace muchos años el gran psicólogo Hans Eysenck, se trata de instaurar en la mente de una persona un magnífico reflejo condicionado: «En cada situación no voy a seguir las coacciones, los deseos, las manías, las amenazas, sino el camino que la inteligencia me dicte.» Este es el mecanismo psicológico del deber, de la obligación. Lo que me liga a un determinado comportamiento, a pesar de que esté en contradicción con mis deseos, es la férrea eficacia de un reflejo condicionado.

Pero se trata en último término del fruto de un peculiar deseo, o, más exactamente, de la hibridación de dos deseos: el de controlar la propia conducta y el de favorecer la sociabilidad, ajustando el comportamiento a normas.

Si el ser humano no fuera parcialmente libre, la última figura de nuestra personalidad sería el carácter, cosa que defiende gran parte de la psicología actual. Muchos psicólogos se escandalizan cuando digo que la personalidad es una meta, una tarea, porque piensan que, al contrario, es el origen de todas las metas y tareas que se nos puedan ocurrir.

No entienden que a partir de los deseos del carácter construimos los deseos de la personalidad, que dependen de un proyecto y que prolongan, gestionan o se vuelven contra los deseos anteriores. Los proyectos se basan en la capacidad de dirigir nuestra acción por metas pensadas, no sentidas. El gran problema es que tienen que enlazar con la energía deseante, porque desligada de ella, la razón no tiene poder para dirigir el comportamiento.

En este punto tengo que volver a la neurología, y hablar del gran descubrimiento de Antonio Damasio. Las tareas de la acción —la planificación, la decisión, la orden de parada— están encomendadas a áreas diversas del cerebro. Me referiré sólo a los centros emocionales (el área límbica) y al centro de elaboración de proyectos (el área prefrontal). Ambas zonas están comunicadas por vías neuronales que las ponen en comunicación, y que pueden ser seccionadas por un accidente o por una operación quirúrgica. Cuando esto sucede, ocurre un fenómeno imprevisto. El sujeto mantiene intacta su capacidad de razonar o de hacer planes, pero es incapaz de tomar una decisión. Es como si el pensamiento sólo entrara en contacto con la acción a través de la afectividad.

Esto nos obliga a buscar el modo de engranar los proyectos pensados con los deseos previamente amartillados. (josé anntonio marina: las arquitecturas del deseo)

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